31 dic 2012

ALTA COSTURA EN 100 MILILITROS


Cada temporada, una larga lista de profesionales relacionados con el negocio de la moda (estilistas, redactores, editores, diseñadores, blogueros, expertos, comentaristas, gurús…) opina y discute, con afinado criterio, a cerca de las tendencias y estilos que cada diseñador ha defendido en las pasarelas de medio mundo.

No obstante, la “prueba del algodón” definitiva se encuentra en uno de los lugares más sublimes e insospechados, donde la moda se descuartiza y disecciona implacablemente con el mazo de la cruda realidad. Estoy refiriéndome a las peluquerías. Allí se fagocitan y digieren cientos, miles, de páginas de papel couché bajo el sereno ojo avizor del secador y el tinte.

De este modo, entre las kilométricas pilas de revistas ajadas, un comentario recurrente se puede escuchar en estos templos del champú; una frase que distingue sin duda alguna si lo que se tiene entre manos es prêt-à-porter o Haute Couture: “Estos vestidos son preciosos, pero desde luego no son para ir en el autobús a trabajar.”

Cuando a finales del siglo XIX un genial Charles Frederick Worth revolucionó la historia de la indumentaria, transmutando el antiguo oficio de modisto por el nuevo concepto de diseñador, creó al mismo tiempo una nueva manera de hacer Moda, esto fue el nacimiento de la Alta Costura, prendas únicas con el sello divino del creador y el velo excelso de la calidad, la artesanía y la creatividad.

Una larga lista de clientas vip con interminables apellidos compuestos y tratamientos ilustres, se configuró como consumidora exquisita de esa Moda elitista. La primera mitad del siglo XX vio como crecía esa aristocracia pagadora del diseño que dio espacio para la aparición de nuevos creadores de máximo rango.

Charles Frederick Worth con dos de sus creaciones de finales del Siglo XIX.

Sin embargo, la democratización de la moda que supuso la confección en cadena a mediados del siglo XX junto con el nuevo papel de la mujer en la sociedad, hizo que la Alta Costura fuese decayendo poco a poco en una agonía que la transformó en un enfermo terminal. Al final del milenio, las “princesas por sorpresa” solo se veían en las películas, y la aristocracia de rancio abolengo se apagaba decrépita en sus castillos y palacios patrimonio del Estado.

¿Cómo hacer posible que una industria, apenas mantenida por un par de centenares de clientas en todo el mundo, pudiera subsistir en la vorágine del prêt-à-porter y del fashion-low-cost? Y entonces llegó Galliano, y con él, el escándalo. El gibraltareño formado en Londres y adoptado por París descubrió el modo de rentabilizar la artesanía creativa. La receta consistió en saber extraer de los grandes genios clásicos su know-how que les hizo triunfar; así tomó de Paul Poiret, el sentido del espectáculo; de Dior, Balenciaga y Saint Laurent, la importancia de la calidad y el patrón; de Gianni Versace, el poder mediático de las celebrities; de Mary Quant, la fuerza del merchandising y la comunicación; de Coco Chanel, la visión estratégica del negocio y el Marketing; y la extravagancia… eso ya fue cosa suya.

John Galliano con dos creaciones para Dior Couture de principios del Siglo XXI.

Así pues, empezado el siglo XXI, y como director creativo de la casa Dior, logró resucitar la Alta Costura, pero no aumentando el número de clientas directas, ni mucho menos, sino haciendo crecer una epidemia de miles de clientas indirectas que accedían a una “Alta Costura asequible”, y deseable, a través de las líneas de cosméticos, complementos y accesorios marcados a fuego con el logo del prestigio.

Aquel vestido imposible que se veía en la pasarela servía para posicionar a la marca en un universo diferente de glamour, lujo y exclusividad. Ese vestido era inalcanzable –por presupuesto y por estilo de vida– para la mayoría de las mortales, sin embargo un pequeño pedazo de ese diamante lo podías consumir en una barra de labios, un pañuelo, unas gafas de sol, o un perfume, haciéndote partícipe de aquella nueva “realeza”.

En la actualidad, la Alta Costura ya ni se consume solo en pequeños pases “privé”, ni se encuentra solo colgada en los armarios de grandes mansiones; sino que su máximo potencial vive en los relucientes stands de cosméticos de los Grandes Almacenes, y se esconde en los bolsillos interiores de bolsos y carteras bajo la extraña forma de un eyeliner o de un pequeño vaporizador de eau de parfum, con un grito de guerra para esta nueva consumidora deluxe:

¡No sin mi gloss… de Dior, por supuesto!

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