Cada temporada, una larga lista
de profesionales relacionados con el negocio de la moda (estilistas, redactores,
editores, diseñadores, blogueros, expertos, comentaristas, gurús…) opina y
discute, con afinado criterio, a cerca de las tendencias y estilos que cada
diseñador ha defendido en las pasarelas de medio mundo.
No obstante, la “prueba del
algodón” definitiva se encuentra en uno de los lugares más sublimes e
insospechados, donde la moda se descuartiza y disecciona implacablemente con el
mazo de la cruda realidad. Estoy refiriéndome a las peluquerías. Allí se fagocitan
y digieren cientos, miles, de páginas de papel couché bajo el sereno ojo avizor
del secador y el tinte.
De este modo, entre las kilométricas
pilas de revistas ajadas, un comentario recurrente se puede escuchar en estos templos
del champú; una frase que distingue sin duda alguna si lo que se tiene entre
manos es prêt-à-porter o Haute Couture: “Estos vestidos son preciosos, pero desde
luego no son para ir en el autobús a trabajar.”
Cuando a finales del siglo XIX un
genial Charles Frederick Worth revolucionó la historia de la indumentaria,
transmutando el antiguo oficio de modisto por el nuevo concepto de diseñador,
creó al mismo tiempo una nueva manera de hacer Moda, esto fue el nacimiento de
la Alta Costura, prendas únicas con el sello divino del creador y el velo
excelso de la calidad, la artesanía y la creatividad.
Una larga lista de clientas vip
con interminables apellidos compuestos y tratamientos ilustres, se configuró
como consumidora exquisita de esa Moda elitista. La primera mitad del siglo XX
vio como crecía esa aristocracia pagadora del diseño que dio espacio para la
aparición de nuevos creadores de máximo rango.
Charles Frederick Worth con dos de sus creaciones de finales del Siglo XIX. |
Sin embargo, la democratización
de la moda que supuso la confección en cadena a mediados del siglo XX junto con
el nuevo papel de la mujer en la sociedad, hizo que la Alta Costura fuese
decayendo poco a poco en una agonía que la transformó en un enfermo terminal. Al
final del milenio, las “princesas por sorpresa” solo se veían en las películas,
y la aristocracia de rancio abolengo se apagaba decrépita en sus castillos y
palacios patrimonio del Estado.
¿Cómo hacer posible que una
industria, apenas mantenida por un par de centenares de clientas en todo el
mundo, pudiera subsistir en la vorágine del prêt-à-porter y del fashion-low-cost?
Y entonces llegó Galliano, y con él, el escándalo. El gibraltareño formado en
Londres y adoptado por París descubrió el modo de rentabilizar la artesanía
creativa. La receta consistió en saber extraer de los grandes genios clásicos su
know-how que les hizo triunfar; así tomó de Paul Poiret, el sentido del espectáculo;
de Dior, Balenciaga y Saint Laurent, la importancia de la calidad y el patrón; de
Gianni Versace, el poder mediático de las celebrities; de Mary Quant, la fuerza
del merchandising y la comunicación; de Coco Chanel, la visión estratégica del
negocio y el Marketing; y la extravagancia… eso ya fue cosa suya.
John Galliano con dos creaciones para Dior Couture de principios del Siglo XXI. |
Así pues, empezado el siglo XXI,
y como director creativo de la casa Dior, logró resucitar la Alta Costura, pero
no aumentando el número de clientas directas, ni mucho menos, sino haciendo
crecer una epidemia de miles de clientas indirectas que accedían a una “Alta
Costura asequible”, y deseable, a través de las líneas de cosméticos,
complementos y accesorios marcados a fuego con el logo del prestigio.
Aquel vestido imposible que se
veía en la pasarela servía para posicionar a la marca en un universo diferente
de glamour, lujo y exclusividad. Ese vestido era inalcanzable –por presupuesto
y por estilo de vida– para la mayoría de las mortales, sin embargo un pequeño
pedazo de ese diamante lo podías consumir en una barra de labios, un pañuelo, unas
gafas de sol, o un perfume, haciéndote partícipe de aquella nueva “realeza”.
En la actualidad, la Alta Costura
ya ni se consume solo en pequeños pases “privé”, ni se encuentra solo colgada en
los armarios de grandes mansiones; sino que su máximo potencial vive en los
relucientes stands de cosméticos de los Grandes Almacenes, y se esconde en los
bolsillos interiores de bolsos y carteras bajo la extraña forma de un eyeliner
o de un pequeño vaporizador de eau de parfum, con un grito de guerra para esta
nueva consumidora deluxe:
¡No sin mi gloss… de Dior, por
supuesto!